miércoles, febrero 13, 2008

MI MAMÁ ESTÁ EN AMÉRICA Y HA CONOCIDO A BUFFALO BILL de Jean Regnaud & Émile Bravo

Ya había visto en las novedades de Ponent Mon para enero de 2008 esta portada tan atrayente: un niño disfrazado de indio mirando una postal. La reseña de la editorial hablaba de la infancia de un niño en la Francia de hace casi 40 años que era como la de cualquiera de nosotros. Y me hizo gracia pensar, tras hojear el cómic, que dentro de los límites que evidentemente marcan la insalvable distancia entre ficción y realidad, yo también había sido una, de entre el montón de niñas y niños de 4 años nacidos con el “Baby boom”, que en aquellos días de septiembre había vivido la experiencia de su primer día de colegio.

El lunes 14 de septiembre de 1970 es para Jean su primer día en el colegio de los mayores, pero también es el día en que empieza a hacerse mayor. El colegio es nuevo para él. El año anterior, en parvulitos, había estado en uno de otro barrio, así que cuando la señorita Moinot, la maestra, les ordena disponerse en fila de a dos para entrar en clase, únicamente Alain, otro niño nuevo como él, le tiende su mano.

Tanta novedad no parece alterarle demasiado, después de todo ya tiene un compañero y aunque la maestra no es lo que podría decirse ni joven ni simpática, parece que de momento todo marcha bien. Sin embargo, la señorita Moinot tiene la ocurrencia de pedir a sus alumnos que den su nombre e indiquen la profesión de sus padres para anotarlo en su cuaderno. Esta situación le altera más de lo prudente y su evidente nerviosismo tiene visos de convertirse en un ataque de pánico: no sabe qué va a contestar, cuando le toque hacerlo, a la única pregunta que hubiera preferido que no le hubieran hecho en su vida, porque, a ver, “¿A qué voy a decir que se dedica mamá?”. Pasado el apuro, Jean se pone de mal humor. Es la ira que llega después del miedo.

A la salida de clase los padres van a recoger a sus hijos. A Jean, le están esperando su hermano Paul, un año menor, e Yvette, su niñera, que los llevará a casa con su Simca 1100. A ambos hermanos les encanta demostrar su afecto a su manera, o sea, zurrándose de lo lindo, aunque ello no siempre es posible, porque Yvette les amenaza con dejarles sin su merienda favorita: chocolate con leche helado. Yvette no es su mamá, pero a ellos les gusta tanto que la quieren como si lo fuera.

Cada día es igual para Jean: la misma rutina a la hora de la cena y la misma duda existencial de si ya habrá llegado el momento de formular en voz alta la terrible pregunta (“¿dónde está mi mamá?”), ésa cuya respuesta ya parece conocer pero cuya revelación prefiere ir posponiendo. Y es que Jean, este niño de 6 años a quien lo que más le gusta es jugar a indios y vaqueros, tiene un problema con su madre: hace tanto tiempo que no la ve que apenas la recuerda, sus facciones van desdibujándose en su memoria y ya ni se acuerda de cómo era ni de cuándo la vio por última vez. Como nadie le dice nada y él no se atreve a preguntar qué ha pasado con ella, acaba por inventarse una respuesta plausible que al menos al él le resulta satisfactoria: su madre está de viaje. Es lo que Jean quiere creer, a falta de una respuesta convincente por parte de los adultos, que no le dan razón alguna simplemente porque él no formula la pregunta adecuada.

Jean no tiene muchos amigos, pero sí una vecina, Michèle Meunier, con la que juega a escondidas porque sus respectivos progenitores les han prohibido hacerlo. Michèle tiene dos años más que él y, por tanto, una edad que le permite el lujo de ser cruel por el mero hecho de disponer de cierta información que el niño desconoce y de determinados recursos que puede utilizar como y cuando quiera para incidir allí dónde más duele. Juega con Jean cuando no tiene nadie más con quien hacerlo y lo deja de lado cuando vienen sus amigas o le engaña haciéndole creer que las postales que le lee las ha enviado su madre para él o le revela al final esos terribles secretos tan bien guardados por los adultos, destrozando sus ilusiones.

Claro que también tiene a Alain, su compañero de pupitre. Alain es adoptado, pero para él esta realidad no le supone ningún trauma. Vive con sus padres adoptivos en una gran casa un poco alejada de la ciudad. Su madre es enfermera y su padre pinta soldaditos de plomo y, aunque va en silla de ruedas, conduce muy bien. Alain tiene un tocadiscos y un montón de discos, aunque su favorito es el de “los chicos de la marina”, que escucha a todas horas.

A Jean no le gustan los recreos. No sólo porque pierde a las canicas o porque siempre le toca jugar de portero, sino porque en el recreo sus compañeros comentan las películas de la tele y él no puede hacerlo simplemente porque no le dejan verlas. Su padre considera que ver la televisión no es bueno para el colegio. ¡Con lo que a él le gusta Louis de Funès y las aventuras del pato Saturnino o las de Pipy Calzaslargas! De nada sirven las artimañas que se ingenian para ver la tele, papá siempre las descubre. Y es que a Jean, como a todos los niños, lo que más le gusta hacer es precisamente aquello que no le dejan hacer: ver la televisión, comer Nutella, jugar con su vecina, pelearse con su hermano...

Quizás uno de los aspectos más terribles de la historia ha sido descubrir la frialdad de los adultos que Jean tiene a su alrededor. Hecha la salvedad de Yvette, de los padres de Alain o de la abuela Edith, el comportamiento del resto de los adultos es cuanto menos desconcertante: Su padre, no es precisamente un dechado de virtudes en cuanto a manifestaciones de cariño se refiere, tiene un trabajo de responsabilidad que siempre le hace llegar tarde a casa con el entrecejo arrugado por las preocupaciones que le causa su trabajo, pero también por el palo de no atreverse a explicar a sus dos hijos por qué están creciendo sin la presencia de su madre; los padres de Michèle, que tienen un criadero de perros y se pasan el día gritándose y azotando a los perros para que no ladren, son violentos; la maestra es vieja y antipática y el psicólogo, cuya intervención con algunos alumnos utilizando ciertas manchas provoca no poco revuelo en las aulas, “da un poco de susto”; los papás de mamá, Simone y Pierrot, nunca sonríen a sus nietos y, como el resto de los adultos que les rodean, parecen guardar un terrible secreto que es preferible que los niños continúen ignorando; las amigas de la abuela son unas viejas pesadas y lloronas que les revuelven el pelo y les miran con conmiseración ...

Mi mamá está en América y ha conocido a Buffalo Bill está dividido en catorce capítulos, separados entre sí por otros tantos interludios, y un epílogo final. Para cada parte Émile Bravo ha utilizado fondos de colores distintos y una forma poco convencional de disponer las viñetas, que no siempre son las típicas divididas por calles. Unas veces se superponen sobre los fondos apenas limitadas por los cartuchos de texto y los bocadillos en los que en ocasiones las palabras se sustituyen por imágenes estereotipadas y símbolos propios del lenguaje infantil y cuyo significado es fácilmente identificable. Otras, los dibujos mudos de texto son tan expresivos que en su silencio podemos seguir la progresión de la historia imaginando qué se están diciendo los personajes sin necesidad de que Jean, que es quien la narra en primera persona, nos lo diga. Los dibujos de trazo grueso de Émile Bravo, con su aparente simplicidad, son capaces de representar todos aquellos momentos mágicos de la infancia, aquellos sentimientos y sensaciones que la hacen perfectamente reconocible ante nuestros ojos.

Una historia entrañable y emotiva en la que el guión de Jean Regnaud (que comparte con el protagonista de la historia nombre y día de nacimiento, el día de los crêpes) casa perfectamente con el dibujo de Émile Bravo. No extraña que haya sido elegido uno de “Les Essentiels d’Angoulême” en la edición de este año del Festival International de la Bande Dessinée d’Angoulême. Ambos autores ya habían trabajado juntos con anterioridad en Ivoire, publicado en 1990 por la editorial Magic Strip y reeditado en 2006 por Les Éditions de la Pastèque, y en Les véritables aventures d’Aleksis Strogonov, editado por Dargaud, y eso se nota.

Una historia recomendable sobre la dificultad de los adultos para encararnos a los niños y explicarles determinadas cuestiones que ni nosotros mismos tenemos la seguridad de entender muy bien y cuyas respuestas quedan pospuestas para evitar causarles un daño mayor. Una historia sobre la facilidad de los niños para sorprendernos al descubrir que son más capaces de lo que creemos de entender lo que tanto nos cuesta explicarles y de captar que a veces es mejor callar para no provocar en los adultos un trauma mayor. Copiando el rol de los mayores ya aprendemos desde niños que en ocasiones es mejor autoengañarnos antes que enfrentarnos a una realidad que no nos va a gustar nada.

Pero durante las vacaciones de Navidad se han producido muchos cambios. La señorita Moinot se ha jubilado y en ahora la sustituye una joven maestra, la señorita Méheux. A partir de ahora todo será diferente, piensa Jean esbozando una sonrisa. Después de todo, aunque “ahora ya soy muy mayor para creérmelo”, las brujas que por la noche se sientan al lado de nuestra cama, desaparecen al despertar, ¿no?

4 comentarios:

Mar dijo...

Ñam ñam!!

Otro que queda apuntado :-D

Besitos

Susana dijo...

Preciosa la historia y perfecto el dibujo que la ilustra. Jean me recordaba a mi sobrino Daniel, todo tan así de redondito y formal, con sus rabietas y sus prontos de dignidad. Te encantará.

Anónimo dijo...

La verdad es que si que dan ganas de leerlo y mirarlo, yo ya le habia "pegado el ojo" pero como tengo muy buenos amigos voy a proponer un trueque Jean por Jean Pierre Martin "el parisino" seguro que también te encantara, toda una "lección de vida"

Susana dijo...

Los niños y la vida en el campo. Hay que ver cómo conoces mis debilidades. Vale, mañana mismo te lo llevo, no sea que cambies de opinión y decidas no dejarme tu regalo de cumpleaños.